Por Rómulo López Sabando
Publicado originalmente en Diario Expreso
En la esquina de entrada a una ciudadela, al norte de Guayaquil, esperando el cambio de la luz roja a verde del semáforo, se me acercó una niña con un bebé en sus brazos y otro en camino. Agobiada por el sol canicular de la una de la tarde, me pidió le regale dinero para comer. Sorprendido ante semejante situación le di 5 dólares. El rostro adolescente de la niña se iluminó con sus ojitos saltones y con sonrisa a flor de labios, me dijo, doctor, con lo que usted me regala ya hice mi trabajo de hoy y el de mañana. ¿Qué edad tienes?, le pregunté: 14 recién cumplidos doctor. ¿Eres nueva por aquí, le pregunté? No te he visto antes. Salimos hace seis meses de Esmeraldas.
A mi ñaño lo mataron en una pelea. Mi marido es ese que está vendiendo caramelos. ¿Y qué edad tiene tu marido? 17 años, me contestó. Y no has pensado que tú también podrías vender algo en vez de pedir caridad. Sí doctor, pero eso cuesta y no tenemos más dinero. ¿Cómo se llama tu hijita? Diana. Recién la bauticé. ¿Tienes padres? Mi madre trabaja en la 18 y mi padre quedó preso en Esmeraldas. Teníamos tres días sin comer. Vendió una herramienta del taller donde hacía limpieza. El juez le pide 500 dólares y el abogado 300. No tiene cómo pagar ni palanca para salir. El negro y hermoso rostro, casi infantil, de la niña-madre embarazada por segunda ocasión, mostró la humedad de sus ojos y me dijo, doctor:
Es que no consigo trabajo. ¿Qué sabes hacer, le pregunté? De todo, pero no me conocen ni confían en mí. Además con mi niña y el bebito que viene es difícil. ¿Sabes leer y escribir? No doctor pero sí sé cocinar encocados. Van ustedes a la escuela. No doctor, pero una señora del barrio nos está enseñando a leer a los dos. ¿Dónde vives? En la invasión del cerro Colorado. ¿Quién te ayudó a dar a luz a Diana? Una amiga del barrio. ¿Y por qué tan rápido tu segundo embarazo? Señor, eso no sé. Estacioné el automóvil y mientras escuchaba a la niña-madre embarazada, observé que, cual abejas revoloteando en el panal, niños y adultos, unos hacían negocios y otros pedían caridad. Por ahí un joven vende los diarios.
Otro ofrece frutas. Algunos venden lotería, revistas, mandarinas, choclos, limones, adornos, cuadros, tarjetas de celular y múltiples objetos. Y algunos hasta fían y tienen sus “clientes seguros”. Pero son honrados. No son pordioseros ni ladrones. Diría que, con las excepciones anotadas, todos trabajan para comer. En otra esquina, una señora en silla de ruedas, organiza a otros pequeños vendedores. Taxistas hacen “carreras” y estación en la mitad de una de las calles. ¿Por qué vienes a esta esquina? le pregunté a la pequeña y me dijo, señor, aquí algunos señores son buenos como usted y me dan unos centavitos, y al final del día puedo comprarle a mi hijita algo de comer, me dijo y se alejó. A poca distancia, unos jóvenes hacían piruetas, equilibrios, malabares y actos de prestidigitación. Y otro joven, con un letrero de cartón dice que es sordo y mudo.
Estos piden caridad. Y pensar que ahí podría estar el futuro de la patria. Y nada raro, pues para ser Presidente se requiere saber hacer piruetas, equilibrios, malabares, actos de prestidigitación, ser sordo y mudo. Crecen y aprenden a vivir en “su democracia”, con sus reglas de juego. Nada saben de la Ley o del Derecho. La justicia es la del más fuerte. Y el respeto a los demás es por conveniencia y no por convicción. Viven en su propia ley. Y ciegos ante este panorama, otros pasan en sus vehículos, raudos a sus casas o tareas. Viven en otro mundo. No se percatan del submundo que, en su entorno, lucha por sobrevivir.
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